Saturday, August 26, 2006

 

Where did you go, Mr. Sullivan?

Tuesday, January 18, 2005


Enero parece que va a ser un mes prolífico para mi blog.Estoy de nuevo en una de estas oficinas virtuales que aparecen en los cafés del barrio El Golf de Santiago, donde uno se instala con el lap-top y por arte de magia aparecen unas cuantas redes de wi-fi para conectarse a internet. La verdad es que con eso uno puede hacer bastante trabajo que a veces en la oficina no podría. O escribir en el blog. Y si algo es demasiado importante me llamarán al celular.Firmé unas autorizaciones notariales para que mis hijos puedan viajar a dar una media vuelta al mundo con mi mujer en febrero. Podría pensarse que lo que quiero es quedarme viudo de verano, pero no, igual me tengo que ir a Miami casi todo ese tiempo. Creo que preferiría estar sólo en Santiago durante el verano, que es una de las cosas que más disfruto. Calor seco, poca gente, la piscina llena de agua, el jardín de mi casa con esa sensación de abejas zumbando y de rayos de sol intensos que hacen vibrar las tejas y las terraza. El prado verde fuerte que sobrevive por milagro al sol quemante. Pero el calor dura un rato, y en las tardes refresca, las noches son primaverales, y no hace falta el aire acondicionado. Se come rico, cocino yo, pastas frescas, ensaladas, carnes a la plancha. Cosas simples. Una pasada por el supermercado para aperarse de algunos merlot con la excusa de irlos probando para comparar y de aprovechar el antioxidante que contiene el tinto. Yo siempre hago lo que me dice el médico, bueno, siempre que me parezca bien.Noches frescas y tentadoras. Tentadoras de salir como tantos otros viudos de verano a explorar la noche por donde andan los solteros, los gays, los jóvenes. La gente que vive otra vida. O simplemente de salir determinado a buscar el sexo que se ofrece fácil en una cidad de cinco millones de habitantes. Es la época de conocer a otros viudos de verano que cuando subfamilias se van a la playa buscan a sus pares soñando con encontrar la pareja ideal, ese hombre casado que va a ser su amigo a la vista de todo el mundo y su amante en privado. Que va a ser guapísimo, de su mismo medio social, que comparte sus aficiones y con la misma dedicación a su familia que él. Y con quién va a tener sexo espectacular y todas las veces que quieran, y todo sin sentimientos de culpa ni rollos porque los dos van a seguir siendo excelentes padres de familia. Y cumpliendo sus deberes maritales con gusto porque ya no hay la ansiedad de no poder tener el sexo con un hombre que le hace falta. Mejor todavía si es del mismo barrio, y si no lo es, siempre se puede trasladar una de las dos familias. Serían socios de los mismos clubes, practicarían los mismos deportes, tomarían vacaciones en el mismo balneario, eso es, vacaciones para las familias, porque serían viudos de verano en Santiago juntos por lo menos un mes completo cada año. El arreglo perfecto.Alguna vez lo soñé. Una vez casi se hizo realidad el sueño para el Huracán.Curioso, se llamaba Andrew Sullivan, un alcance de nombre, porque Andrew Sullivan es un activista gay católico y conservador que vive en Washington, DC. Que escribió Virtually Normal, entre otros libros, y que ha sido uno de los grandes promotores del matrimonio gay. Y que es HIV positivo, a pesar de haber sido de los promotores del safe-sex desde los 90, reconociendo pública e hidalgamente que en un momento de pasión cualquiera puede caer.Pero no, no era ese Andrew, era uno menos conocido, un banquero joven nacido en Boston que trabajaba en las oficinas de Connecticut de un banco neoyorquino. En la ciudad de Stamford, a 60 km. de la gran manzana, no muy lejos de donde vivía el Huracán hace una década. Internet fue el medio para que Andrew y el Huracán se conocieran. Una cita en el lobby del Marriott de esa ciudad, junto al bar. El Huracán llegó tarde, como suele suceder, parece ser que quiere negar su sangre británica. Y Andrew estaba ahí, con su perfecta pinta de all-american boy. Un poco más alto que el Huracán, de pelo extrañamente negro para su piel blanquísima, y unos ojos azules de perro asustado. Unas pocas pecas, muy pocas, unos anteojos de mucho estilo, si lo preppy se puede llamar estilo. Una barba five o’clock shadow a pesar de ser mediodía, sobre una mandíbula cuadrada que lo hacía verse como el poster-boy de lo masculino. Una camisa a cuadros como de leñador, que realzaba sus hombros anchos, y que alcanzaba a insinuar unos pectorales potentes. Una sonrisa de esas que hacen temblar las rodillas hasta de un Huracán.Costó que se reconociera con el Huracán. Los dos pensaron que el otro era demasiado atractivo para ser de verdad el resultado de una cita a ciegas acordada por America Online, eran los años en que no se soñaba con “pics” y “cams” y había que confiar en la descripción que cada uno hacía de si mismo. Pasó un rato hasta que ambos descartaron la posibilidad de que el objeto de la cita fuera otra de las personas que estaba en el lobby y por fin se hablaron. Hubo una química fuerte, instantánea. Una cerveza, un Andrew exclamando lo feliz que estaba de haber encontrado al Huracán. Que le parecía un sueño. Que ambos fueran casados. Que ambos trabajaban en finanzas, que ambos tenían hijos. Atractivos, educados, deportistas en buena forma física. Andrew era un poco menor que el Huracán, unos 5 años, early thirties vs. late thirties. No importaba. Andrew era el hijo de una familia italo-irlandesa, como decía él, de una larga línea de policías alcohólicos en Beantown, the City of Boston. Pero Andrew había ido a la universidad, y pretendía romper la tradición familiar de terminar con una pensión del Departamento de Policía cuidando un hígado destrozado. Se había casado con Janet, una chica de connecticut, familia rica, Wasp. Estaba educando a sus hijos como episcopales, abandonando la tradición católica. Y su mujer estudiaba medicina una universidad ivy league, lo que hacía que Andrew tuviera que viajar una hora diaria para ir a su trabajo. Juntos habían tenido un hijito, Mike, precioso, rubio como su madre, ojos azules tristes como su padre. Hoy debe ser un adolescente increíblemente lindo. Eran la familia perfecta, la perfecta ruta a la clase media acomodada de Connecticut, lejos de las intensidad de la clase trabajadora urbana italo-irlandesa de los barrios católicos de Boston. Pero había un detallito, uno complicado, y que Andrew había manejado de alguna forma que el mismo encontraba poco digna. Andrew era gay, y lo tenía muy claro, pero no tenía intenciones de sacrificar a su familia, su hijo, que adoraba, su status ascendente en el mundo. Eran una pareja de antología, su suegro era un hombre poderoso que lo podría ayudar a llegar lejos.En Connecticut hay una autopista, la I-95, que tiene un tráfico espantoso, camiones con acoplado de esos enormes que cada tanto se accidentan y aplastan en el proceso un par de autos con pasajeros y todo. Un conducción de mucho stress. Camioneros rudos, fuertes, para manejar esos enormes vehículos, camioneros que pasan la noche muchas veces en los parqueaderos de camiones que hay cada tanto al costado de la autopista. Unos dormitorios enormes, llenos de hombres visiblemente machos. Allí llegaba Andrew a buscar lo que necesitaba, en esos días en que no trabajaba tarde en la oficina, de vuelta a su casa, una parada entre los camiones. Y después llegaba a su casa, más relajado, pero cargado de culpa. Su sueño era encontrar el perfect fuck buddy, friend, neighbor. El Huracán parecía perfecto. Sería latino pero parecía de buena familia, blanco europeo, culto, con una educación americana y en mejores Universidades que Andrew. Un trabajo en Wall Street. Andrew se imaginaba que llegarían a ser socios e instalar un Hedge Fund juntos. Que se tendrían el uno al otro por siempre.Comenzó un romance intenso. Llamadas diarias, viajes locos desde Connecticut a Manhattan para reunirse aunque fuera por media hora. Donde fuera. Hacían el amor con pasión, clientes frecuentes del motel de la salida 9 de la I-95. Descubrieron que el Huracán era mas un top y que Andrew era un bottom natural. Sexo con fuegos artificiales. Horas de conversación. Invitaciones a las familias, con el cuento de que es un amigo que conocieron en las clases de golf. El hijo mayor del Huracán admirado por Mike, el hijito de Andrew. Lo mantenía mucho mientras los adultos trataban de conectarse más allá de la conexión del Huracán y Andrew, las mujeres conversando de lo poco que tenían en común, los amigos conversando a mil y mirándose con disimulado cariño. Una locura.Un día el Huracán estaba en su oficina en Manhattan y Andrew le avisa que está libre temprano, que puede ir a la ciudad para ver al Huracán y regresar juntos a los suburbios, dejando al huracán en su casa para después seguir al este hasta la ciudad costera donde vivía con su mujer. El Huracán tenía una cena con sus compañeros de oficina en un restaurante venezolano, el Mambo Grill, y estaba comprometido a estar ahí, Por suerte era algo informal y bueno, Andrew también era del sector financiero, un tipo bastante presentable. Lo invitó a ir a la cena, cómo si fuera un amigo de muchos años que justo había llegado a verlo. No hubo problema, todos amables con el amigo del Huracán, un poco extraño que el Huracán lo llevara a una cena de oficina. Había algunas chicas del grupo que habían invitado a sus maridos. Pero nadie invitó a un amigo como hizo el Huracán. Andrew se integró al grupo como si los hubiera conocido de toda la vida, y gozó estar entre Wall Streeters como lo que el quería llegar a ser. Terminó temprano esa cena y los dos amigos se fueron a un bar en Manhattan a tomar un trago antes de partir por la carretera hacia el norte. Ya saliendo de la ciudad la tensión sexual se incrementó, y el Huracán perdió toda la compostura e irresponsablemente se lanzó sobre Andrew a darle el máximo placer que sus manos, boca y lengua podían darle mientras manejaba a 70 millas por hora por las atestadas autopistas de Westchester County. Afuera llovía, pero dentro del auto Andrew maniobró para sacarse la corbata y la camisa exponiendo ante el Huracán su torso fuerte, peludo y marcado. Sabía que eso hacía al Huracán perder la cordura y fue así que Andrew tuvo su primer orgasmo a 70 millas por hora en una carretera oscura y resbalosa. Pararon donde pudieron, en la oscuridad, a besarse y acariciarse como si su vida dependiera de ello. Terminaron abrazados en una revoltura de corbatas de seda estropeadas, camisas almidonadas hecho trapo, sudor, saliva, semen y lágrimas. Allí Andrew se sacó su medalla de bautismo y se la regaló al Huracán. Para que nunca lo olvidara.Andrew se enfermó, una fuerte gripe. El Huracán estaba preocupado porque no se le quitaba, pasaban semanas y semanas, y Andrew seguía con una tos espantosa. El sida rondaba fuerte. Con las locuras que había hecho en los parqueaderos de camiones, preocupados, decidieron que Andrew se hiciera el test de HIV. Nerviosos. Y en eso Janet descubre el recibo del examen en la billetera de Andrew. ¿Por qué se hacía ese examen? El Huracán no supo como lo hizo, pero Andrew salió con una explicación medianamente plausible. Pasó la gripe y el susto. El examen salió negativo. Siguió el romance. Andrew enamorado. El Huracán entusiasmado, encariñado, contento. Llevaban casi seis meses de exclusividad mutua, pero el Huracán seguía entrando a los chats gays cada tanto. Conversaba en ellos con Andrew, pero a veces iba mas allá. Hasta que un día contactó a alguien que le pareció interesante conocer, en Manhattan. No quedó registro de su nombre en la memoria del Huracán, de hecho ni le gustó el personaje. El encuentro se limitó a unas cervezas juntos y luego un viaje en taxi por varias cuadras en el que el desconocido se propasó, contra la voluntad del Huracán, incurriendo en lo que ahora la prensa llama“tocaciones”, una buena corrida de mano, las que terminaron en un grado menor de “indecent exposure” por parte del Huracán, casi como un misericordioso gesto con el pobre desconocido al que le había rechazado la invitación a tener sexo en su departamento. El taxista no notó lo que pasaba, o se hizo el leso. Terminó el viaje, el Huracán se bajó y partió al tren que lo llevaba de regreso a su casa.Al día siguiente el Huracán recibió una llamada de Andrew, una voz de ultratumba, dolida. Casi llorando. Andrew había entrado al chat room esa noche, y se encontró conversando con un desconocido, al que le contó acerca de su boyfriend, el Huracán, de cuanto lo amaba, de cómo era feliz con él y que haría cualquier cosa por él. Entonces el desconocido, despiadado, seguro que con un sentido de justiciero distorsionado y algo vengativo, le contó a Andrew que acababa de tener sexo en un taxi con alguien igual a su Huracán. Y le describe algunos detalles de envergadura que lo hacían ver claramente que se trataba del Huracán. Sin misericordia exageró lo que hicieron, y no le dijo que el Huracán no aceptó la invitación que le hizo a ir a su departamento. Andrew lloró. Se le vino el mundo abajo. Pero perdonó al Huracán, diciendo que le creía su versión de la historia. Sutilezas, en realidad, porque el Huracán había estado jugando con fuego.Llegó el invierno, época de esquí, aunque el esquí en el este de los Estados Unidos es una tortura de fríos con decenas de grados bajo cero, hielo en las pistas y escasa nieve, con exposición de rocas y raíces en las pistas que destruyen los esquís, las rodillas y el ánimo. Los amigos y amantes secretos decidieron invitarse a esquiar. Una salida del club de Tobi, sin las mujeres, sin niños. Los niños eran muy chicos y además Janet estaba embarazada. Andrew se encargó de preparar todo para el fin de semana de esquí y pasión que planeaban. Hizo reservas en un hotel cerca de Killington, Vermont, y arrendó equipo sólo para él, ya que el Huracán tenía su equipo propio. Se iban en auto, de madrugada, a pasar dos noches en un hotelito de Vermont. Pensaban en días de deporte, competencia, jugar juntos en la nieve, a ver si era cierto que Andrew esquiaba como decía. Cenas en restaurantes en la campiña nevada de Nueva Inglaterra, seguidas por noches de pasión en que sus cuerpos se fundirían en uno.Llegó el jueves antes del fin de semana. Estaba todo listo y el viernes muy temprano partirían. Cuando a eso de las 9 de la noche Janet llamó al Huracán para decirle que Andrew se rompió un pié con una pesa en el gimnasio y que lo había llevado a la emergencia. Que por supuesto no habría esquí ni viaje a Vermont. Lamentable. Que después hablara con Andrew.El Huracán trató de hablar con Andrew ese día y muchos días que siguieron a esa llamada. No hubo forma,Andrew no tomó ninguna llamada. Desapareció el mail de America Online. Poco tiempo después se cambió de trabajo a una institución financiera mejor y más grande. Nunca logró el Huracán hablar con él. Por un año entero.Le dolió ese golpe al Huracán, un corte violento de una amistad intensa, de una relación íntima que se le había hecho necesaria.Pasó el tiempo y durante el invierno siguiente el Huracán viajaba hacia el este casi todos los sábados para llevar a su hijo mayor a jugar al fútbol con su equipo en un estadio techado que había cerca de donde vivía Andrew. Eran mañanas frías, nevadas, en que el huracán esperaba pacientemente que jugaran los partidos de una serie que componía el campeonato. Hacía muchos meses que el Huracán se había dado por vencido y había dejado de intentar contactar a Andrew.Una de esas mañanas, en camino al estadio, decidió llamarlo a su casa desde el celular de su auto. Contestó Andrew. Un saludo titubeante. Como estás. Bien,¿ y tú?. Bien. Que gusto oirte. Lo mismo digo. ¿Sabes? Voy a estar en el estadio techado de tu ciudad, ¿lo conoces?. Creo que si. Me encantaría verte, por que no llevas a Mike para que vea jugar a mi hijo y nos vemos ahí. No se si pueda ir. Bueno, estaré allí entre las 9 y las 12, me gustaría mucho verte. Voy a ver si puedo.A las nueve y media Andrew entró al estadio y buscó al Huracán. Iba con Mike. Con la misma sonrisa que hacía temblar las rodillas del Huracán, pero triste, con una tristeza profunda.El Huracán estaba feliz de verlo de nuevo. Andrew asustado, pero feliz también. El Huracán no lograba entender lo que había pasado, pero algo intuía. Intuía que Andrew lo quería y lo seguía queriendo mucho. Pero no sabía lo que había pasado. Andrew le explicó que cuando estaban por partir a Vermont él se sentía profundamente enamorado del Huracán, y que sentía que si seguían en esa relación el iba a querer dejar su familia y vivir con el Huracán compartiéndolo todo. Esos eran sus sentimientos, la pasión que sentía, que se sentía en una locomotora desbocada que no iba a poder parar y que iba a terminar en el desastre para su familia, para él, y probablemente para el Huracán. El seguía queriendo intensamente a su familia, a su hijo, a Janet, a la hija que estaba por nacer. Y quería al Huracán de una manera animal, intensa, total, incontrolable, de una manera que le hacía perder toda racionalidad. Mientras que el amor a su familia era ordenado, armónico, sin conflictos, profundo. Le daba seguridad. Optó por la familia y cortó la comunicación con el Huracán para ordenar su mente, para recuperar su autonomía y su racionalidad. La pesa que cayó sobre su pie y lo quebró fue intencional, porque no se sentía capaz de llamar al Huracán para cancelar el viaje a esquiar. Recién a esas alturas sentía que podía enfrentar estar juntos de nuevo y por eso fue al estadio a verlo. Hablaron por horas, se dijeron todo lo que habían sentido. Contuvieron lágrimas. Se abrazaron fuerte. Se dijeron que se verían de nuevo. El Huracán pudo cerrar ese capítulo. Y pensar nuevamente en lo que hubiese sido.El contacto siguió, débil, ocasional y con una cierta distancia física para no meterse en problemas. Andrew seguía temeroso de acercarse mucho y que se lo llevara la locomotora nuevamente. Hasta que el Huracán le avisó a Andrew que se iba a Chile, a vivir, para siempre. Que ya no se verían más. Lo invitó a un paseo en yate por el Long Island Sound, en el yate de un amigo que organizó ese crucero al anochecer como despedida para el Huracán, con sus mejores amigos gay de Connecticut. Andrew apareció, vino a cenar con ellos, y después se perdió con el Huracán, bajo cubierta, en el único camarote del bote. Desde entonces no se han visto más, aunque el Huracán jura que un día lo vio en un restaurante de comida rápida en una de esas paradas de la carretera en Massachussets. Paso junto a él, lo miró con sus inconfundibles ojos de perro triste, y siguió hacia el fondo del restaurante con su hijo Mike a su lado. El Huracán se fijó en donde se había sentado y apuró el sándwich para ir a buscarlo. Pero cuando llegó Andrew había desaparecido. El Huracán piensa a veces que Andrew hubiese sido un hermoso policía de Boston, y que organizando la liga gay de la policía hubiera sido más feliz que tratando de llegar a Wall Street. Y se hubiese visto muy bien de uniforme azul con un Huracán soplándole la nuca. ¶ 10:02 PM

Comments:
Ahhh
que triste...
 
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